Partida: elegir una emoción vinculada al amor y describir un paisaje a través de ella. Ejercicio: a partir de esa descripción, contar una historia.
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El mar se anunció primero con la brisa: la vieja se vio rápidamente envuelta en aroma a salitre. Después quedó abrumada por la estampa: calmada inmensidad, de oleaje susurrante, le brillaban en la superficie, como cristales que flotaran, o luciérnagas de alumbrado diurno, las refulgencias del sol. Aquella mañana de mayo, el mar le sonreía, seductor.
A pasos arrítmicos, la vieja se acercó a la orilla. A medida que acortaba la distancia con él, parecía recuperar una juventud perdida mucho tiempo atrás. El mar la respetaba. No invadía su espacio, no quiso besarle los pies sin obtener primero su permiso. Y así, iba y venía, y le bailaba el agua, rondándole con reminiscencias de los baños que se dieron juntos tiempo atrás.
La vieja se dejó querer. Le atraía su quietud, tanta fuerza bruta contenida. Al final se decidió y cruzó el espacio entre ambos. Se recogió las faldas y adelantó un pie que el mar le bañó con inmediatez, pero sin premura. Casi pudo sentir cómo la piel se le tersó de nuevo y el pelo encanecido recuperó su color original. Le desaparecieron los juanetes, la espalda se enderezó, se agrandaron los ojos y la barbilla se alzó, desafiante. Siguió adentrándose, sin vacilación ni miedo en su entrega.
El mar la acogió, tiñéndola de turquesa en su abrazo. Le sincopó el pulso con las olas, le atemperó la piel con el agua. Cuando ya no hizo pie, la corriente la invitó a tumbarse. Flotaba la vieja, acunada por un balanceo dulce. Por debajo de ella, las ropas y los cabellos ondeaban junto a los pececillos, como falsas medusas. Entre las pestañas, la vieja veía el azul atravesado por alguna que otra gaviota, algún que otro resto de nube. Se supo en comunión con el mar y con el cielo, y sonrió mientras cerraba los ojos.
Fue tan sutil el agua en el incremento de su empuje, que no percibió cuando se vio engullida por la corriente. La vieja se sumió, su cuerpo por entero tocado y abierto, curvado y cerrado, girando sobre sí misma en un vaivén perpetuo que se aceleraba sin tregua, sin que pudiera pensar, tan sólo sentir el flujo vital palpitante dentro, la furia del remolino fuera, los dos, la vieja y el mar, en una espiral cada vez más estrecha y frenética, llevados hasta la hondura, de donde emergieron impulsados a por la última bocanada de oxígeno, antes del regreso al lecho marino.
En la playa una chica encontró unas faldas húmedas. No había nadie por allí. Extendió la prenda al aire para verla al completo. Le gustó. La midió por encima de su cuerpo y vio que era de su talla. El mar la observó alejarse lamiendo calmo la arena.
© Vicente Ruiz, 2023