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Epicentro

Texto participativo en el concurso Relato 48, organizado por la editorial ExLibric. Entre los requisitos estaba el de incluir una de las dos frases que se dieron a conocer el 21 de abril. El plazo de entrega del texto concluía 48 horas después, Día del Libro. Las frases eran: 1) 48 clavos necesitó el carpintero; 2) Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo. El fallo de los ganadores salió ayer y hoy se han dado a conocer los 48 finalistas que serán incluidos en una antología con motivo del concurso. Enhorabuena a todos. Epicentro es el relato con el que he participado yo. Ha sido un desafío enriquecedor y muy estimulante. Espero que os guste.

Un entierro no es una cosa fácil. Antes ha de darse la muerte, el vacío, la ausencia. Y la asunción de que algo que estuvo tan vivo haya dejado de existir. Una nunca está preparada para algo así. Es una travesía tortuosa que se afronta en solitario. Y en mi caso, me resultaba imposible, no soy tan fuerte. Tuve la necesidad de agenciarme a alguien que pudiera hacer por mí la peor parte. Así que llamé a un carpintero.

El encargo era sencillo. Quería una caja donde pudiera guardarlo todo, sellarlo y sepultarlo para no tenerlo a la vista. Préndele fuego, me habían dicho algunas amigas, total, ella seguro que lo ha hecho con tus cosas. No me vale como argumento. Tengo dolor, no rencor. Y, sobre todo, tengo amor. Demasiado.

Los primeros 6 clavos salieron disparados como cohetes en las verbenas de verano. Tal fue el ímpetu que hube de agacharme para evitar que alguno me dejara sin un ojo. La tapa, que había saltado por los aires, cayó a los pies del carpintero, que me miraba inquisitivo, a la espera. Observé la caja abierta y suspiré. Demasiadas cosas dentro. 

Me acerqué como si yo estuviera hecha de látex y aire, como si fuera un globo que, al contacto con alguno de los clavos, pudiera acabar estallando, volatilizada, hasta no quedar nada de mí. En cierto modo, sería un alivio. Plaf. Se acabó el sufrimiento. Pero no. Con los brazos en jarras y toda la frialdad de que fui capaz, eché un vistazo al interior, a ver qué podía extraer. Opté por lo más superficial y, por tanto, menos importante: muchas conversaciones banales, sobre todo del principio; también un montón de detalles que significaron más de lo que quisimos reconocer; algunas indirectas con las que nos hicimos las locas, porque, claro, las directas eran tan imposibles como nuestro futuro juntas; por último, todas las series y películas recomendadas y comentadas. Ah, y la música: tres sacos de canciones de los noventa y de los dos mil que nos habrían unido tanto de haber coincidido entonces. Pruebe ahora, le dije al hombre.

Vista la resistencia, dobló la cantidad y puso 12 clavos. Se le marcaban los nudillos de la fuerza que hacía para retener la tapa contra la caja y martilleaba, seguramente, pensando en su peor enemigo. O esa impresión me daba a mí. Cuando terminó, dio unos pasos atrás y se quedó mirando su obra. Pero los clavos volvieron a liberarse de la madera y la tapa rebotó de nuevo contra la tierra. Cagondiez, renegó el hombre, cómo se rebela la condenada. En respuesta, resoplé.

Me asomé a aquel abismo de recuerdos con la pena infinita de verme obligada a desprenderme de lo que quería conservar. Debí encargar una más espaciosa, me recriminé. Luego caí en la cuenta de que, probablemente, no habría mano humana en el mundo capaz de hacer una caja lo suficientemente grande. Opté por sacar las fotos, los calcetines, los dibujos, las notas de voz, los vídeos. Saqué mi idea de que se fueran a Navarra de vacaciones o la suya de que yo continuara escribiendo aquella historia cursi e irreal (no sé por qué guardaba estas cosas, la verdad). Adiós a su risa. Y a la mía. Y a todo el tiempo en que nos mirábamos calladas, porque, como ocurría con la caja, en ocasiones tampoco hay palabras del tamaño adecuado. A ver si a la tercera, murmuré. 

Los 24 clavos siguientes permanecieron entre los nudos de las tablas algo más de tiempo. Tuve el deseo de que la caja no volviera a destaparse y junté mis manos, como si en ellas la esperanza fuese un colibrí que pudiese escapárseme volando. Pero una vez abrieron el camino los primeros, les siguieron todos los demás. Los clavos saltaron con menos brío y la tapa apenas se movió de sitio. Pero allí seguía aquello, sin cerrar. A lo mejor debería usted vaciarlo del todo, rio el carpintero, guasón. Qué sentido tendría entonces, a qué iría yo a rezarle, a dónde iría yo a llorarme, me dije.

Fue entonces cuando el viento comenzó a soplar, arremolinándose en torno a nosotros y la caja semiabierta, de la que comenzaron a escaparse tesoros: declaraciones de amor, un tatuaje, un viaje relámpago, la intimidad compartida, un dibujo, varios poemas… Y sueños. Todo despegó y se fue con el aire sin que yo lograra reaccionar de ninguna manera. La tapa se iba deslizando casi sin querer, empujada por la fuerza del remolino y todo lo que éste se llevaba ante mi impasibilidad absurda. Hasta que vi lo que estaba a punto de perder para siempre y corrí a colocar la tapa en su sitio.

El hombre me miraba con extrañeza. Seguramente, no me comprendía. Se preguntaría para qué querría aquella loca una caja con cosas que ya no volvería a vivir más, o sea, inútiles. Para qué esconderlas, tener un sitio donde volver a ellas. Quién hay tras una lápida que pueda continuar escuchándote. Nadie. Nada. Tal vez la ilusión que nos ata a la cordura, la de no creernos solos, huecos, tan muertos como quien está al otro lado. Qué sentido tenía enterrar una caja llena de pasado sino el de ayudar a reanudar un presente en pausa. En realidad, bastaba con eso.

El viento amainó y me atreví a retirar la tapa, para ver qué quedaba allí dentro. Sentí el pellizco entre el esternón y la boca del estómago cuando vi que lo único que se había mantenido guardado era el contorno de su abrazo, la piel de su cuello, su olor, su te quiero susurrado. Su corazón galopante contra el mío, su respiración agitada, su deseo. Me apoyé sobre los bordes de la caja y tragué saliva. De reojo pude ver al hombre dar un paso hacia mí y luego detenerse. Un amago de un gesto de preocupación muy de agradecer, tanto por la intención como por no llegar a tenerlo. Qué difícil es dar consuelo. Me repuse y le indiqué que podía intentarlo de nuevo.

48 clavos necesitó el carpintero para que la tapa se quedara anclada a la caja. Ninguno rechistó, todos cumplieron. Los 48. Allí estaba, perfectamente claveteada, sin salientes, ni ranuras, ni nada que impidiera su función. El hombre me miró y levantó los hombros. Pues ya se puede enterrar, dijo. Sí, ya se puede, respondí mentalmente, lo que está por ver es si podré yo. Pero pude.

Tras el entierro, regresé a casa paseando. Atardecía el cielo entre nubes teñidas de rosa por el arrebol que había provocado el viento. Era una visión verdaderamente hermosa de contemplar después de un día tan duro y, por un momento, me llené de paz y sentí un cierto alivio en mi pena. Entré en la ciudad y me dejé envolver por la vorágine de la vida urbana, con su ritmo frenético y sus masas de gentes vivas yendo a todas partes. Pero no quise vagar sin rumbo. Me acorralé en casa como una refugiada que huye de la guerra.

El resto de la noche la pasé tranquila, en silencio, inactiva. Una cena frugal precedió al ritual de las abluciones nocturnas. Luego me acosté. Ya no miraba el móvil. No buscaba, sabía que estaba condenada al olvido, al destierro definitivo, a una hoguera purificadora o, en el mejor de los casos, a una caja bajo tierra. Y ya. Dejé de lamentarme antes de quitarme la rutina y desactivarme el modo autómata. Y así, desnuda de alma, apagué la luz y me entregué al descanso reparador que tanto necesitaba y que pocas noches encontraba.

Fue un par de horas más tarde, puede que cuatro. Primero noté el balanceo de la cama, después el de todo el edificio. Duraría unos veinte segundos que a mí me parecieron veinte horas. Luego paró, así, de sopetón. Salí a la calle con el batín cruzado con los brazos. Varios vecinos hicieron lo propio. Nos mirábamos perplejos, con una relativa urgencia por saber qué había ocurrido. Es obvio que ha sido un terremoto, dijo una chica que conocía de coincidir muchas tardes en el horno del barrio. Sería obvio, pero a todos nos causó una gran extrañeza. Fuera como fuese, al no repetirse la jugada, cada mochuelo se fue a su olivo a descansar. No pasó nada más durante la noche, aparte de una retahíla de sueños truculentos en los que yo me transformaba en una caja que quedaba sepultada bajo los escombros de mi edificio tras otra sacudida de la tierra.

A la mañana siguiente, encendí el portátil buscando el motivo del temblor en la prensa digital. Abrí el primer enlace que encontré y me puse a leer. Y entonces el terremoto se produjo dentro de mí. Allí, en una foto en medio de la página, se encontraba la caja, mi caja, abierta y vacía, en medio de un pequeño cráter. Me llevé las manos a la cara y respiré hondo, incrédula y resignada. Un entierro no es una cosa fácil.

© Vicente Ruiz, 2023

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