Cerró la cancela tras de sí para que no se escapara Sira. La border collie no se despegaba de ella ni a sol ni a sombra, pero si se le cruzaba un gato por el jardín, podía salir corriendo sin dudarlo. María acarició su cabeza blanca y negra, y luego cerró los ojos alzando el rostro hacia el sol. Era un gozo para ella el contraste de su calor con el frío de principios de febrero. Le daba vida, tanto lo uno como lo otro.
Siguió el sendero de baldosas amarillas que invitaba a cualquier visitante a recorrer el jardín. Dividido por parterres llenos de flores, el espacio era el lugar favorito de María, especialmente, desde que había recibido la noticia, pocos meses antes. Le gustaba deleitarse por la visión colorida y el aroma de los pensamientos, las azaleas, las prímulas, los alelíes, los crisantemos o las camelias. Pero su objetivo final era el pequeño banco que se hallaba junto al plátano de sombra, al fondo del jardín. Al ser un árbol de hoja caduca, el banco quedaba al descubierto en invierno y guarecido a la sombra del follaje en verano.
A María le hacía gracia el nombre de aquel árbol. Cada vez que lo pensaba, se preguntaba por qué se llamaría así, si no daba plátanos. Y se respondía que quizá los plátanos reales eran de luz, o de sol, y los de sombra eran invisibles. Recordó que a un plátano de sombra le dedicaba Jerjes su amor en la primera aria de la ópera de Händel, cantándole que nunca la sombra de una planta fue más suave, querida y amable. La tonadilla le vino a la cabeza inmediatamente. Era una música preciosa.
Se sentó en el banco y estiró las piernas. Sira se tumbó junto a sus pies cruzados, con la respiración acelerada, la boca abierta, parecida a una sonrisa, la lengua asomada. De vez en cuando, miraba a María. A ella le hacía gracia ver a la perra siempre en continua vigilia. Le sorprendía la manera en que los animales sabían todo lo vital sin necesidad de que nadie se lo comunicase. Pensando en ello, recordó a su abuela, que siempre decía que las personas, en tanto animales, eran los más tontos de todos: los demás nacían y echaban a correr, y se entendían sin palabras.
El día era espléndido. El azul raso del cielo potenciaba la viveza de todo lo demás. María cerró los ojos, de nuevo su rostro hacia el sol. Centró su atención en el trino de los pájaros, hasta que algunos de ellos le sonaron mucho más cerca. Pudo notar un movimiento leve de Sira y quiso ver qué sucedía. Dos herrerillos perseguían por el jardín a una mariposa. Uno le pellizcaba con el pico, pero después la soltaba, y luego el otro cogía el relevo y se encargaba de ir tras ella, repitiendo la operación. Ambos estuvieron bailando con la mariposa, que apenas tenía tiempo de recuperar altura, durante un buen rato. María les siguió la pista, expectante por saber cómo terminaría la carrera. Entonces Sira ladró, los herrerillos se asustaron y la mariposa se alejó con un vuelo algo renqueante. En su ruta se cruzó con otro humano.
María sonrió al verlo. Héctor caminaba despacio, con los talones levantados, pasando la palma de la mano por el brezo. Se acercó hasta el banco y se sentó junto a ella para acompañarla en la contemplación del jardín. Les había costado ocho años de cultivo y cuidados. Sin saberlo, ambos sintieron en aquel momento el orgullo del trabajo bien hecho.
—Me encanta esto —susurró ella. —Es el jardín de invierno más bonito del mundo.
Héctor le puso la mano en la barriga y la acarició con un movimiento circular, como si la dibujara en aquel momento, como si quisiera contenerla toda allí, entre sus dedos y su muñeca. Se giró hacia María.
—Tú eres el jardín de invierno más bonito del mundo.
Fue entonces cuando sintió una patada, todavía leve, pero firme. Y ambos sonrieron, cómplices y felices.
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Os dejo este texto inspirado en las Punzadas Sonoras dedicadas al jardín de invierno, con Paula Ducay e Inés G. Hernáez. Os recuerdo que tienen una newsletter maravillosa y un podcast que os recomiendo muchísimo.
© Vicente Ruiz, 2023