Inés y Luis son la pareja ideal. Ella, odontóloga, directora en la que fuera la clínica de su padre; él, abogado especialista en divorcios, con despacho propio en pleno centro de la ciudad. Ambos, altos y guapos. De gustos refinados. Novios de toda la vida, viven juntos desde hace una década. Él le pidió matrimonio a ella, en un viaje a un país exótico, con un collar hecho de flores, justo después de un paseo en elefante. Ella le dijo que sí. Tres años después, aún no se han casado. No importa: se adoran, no tienen secretos el uno para el otro. Son una pareja modélica, la envidia de todas sus parejas de amigos y de todos sus amigos sin pareja.
Como todos los viernes, Luis sale de su despacho antes de su hora habitual. En una mano, su maletín; en la otra, la bolsa de deporte. Abre la puerta del garaje, dos números más allá, se mete en su Cayenne y sale en dirección a la urbanización donde acude al gimnasio. Suena una playlist que tiene en la parte privada de su Spotify, con música que significa cosas que sólo él conoce. En el último semáforo antes de salir de la ciudad, Luis afloja el nudo de la corbata y se desabrocha el botón del cuello de la camisa.
La carretera, congestionada poco antes, se despeja en cuanto avanza unos pocos kilómetros. Se relaja entonces, cuando se ve libre de dosieres y pantallas de ordenador, envuelto en sonidos que no tienen nada que ver con timbres o llamadas de teléfono. Respira hondo. Conduce con la cabeza apoyada en el asiento y la mano derecha en el volante. Con la izquierda, tamborilea sobre su muslo al ritmo de la canción que suena. Presiona el botón que baja su ventanilla y la corbata le ondea al viento. Es su momento del día. Puede que de la semana. Puede que de la vida entera.
El piloto de la reserva se enciende. Así que coge la primera salida que ve con estación de servicio y para junto a uno de los surtidores libres. Entonces, de camino a la tienda, lo ve. Es un perro gris, despeluchado y legañoso, escuálido, de tamaño medio y ánimo sereno, que lo mira con ojos tristones. A Luis le sale una sonrisa luminosa, encandilado por la ternura del animal. Pero inmediatamente después, la sonrisa se le apaga.
Pregunta al responsable de la gasolinera si es de alguien ese perrito. Ni idea de dónde ha salido el chucho, responde el hombre, estoy deseando que algún alma caritativa se apiade de él y lo meta en su coche, suelta la indirecta, porque no sé cuántas veces he llamado a la policía para que se lo lleven y el condenado no se deja atrapar, sigue explicando, eso sí, en cuanto se van, el chucho vuelve. A Luis le pellizca algo dentro cuando aquel hombre se refiere al perro como «chucho». Le pide que le llene el depósito y se cobre la gasolina y dos chocolatinas que se comerá al salir del gimnasio, apoyado sobre el capó, antes de meterse en el coche y volver a casa.
Dos horas después saluda a Inés con un suave beso en los labios. Ella le pregunta por su día, él responde, como siempre, que todo bien. Y tú qué tal, le devuelve la cortesía. Obtiene la misma respuesta y algunos adjuntos. Bien. He preparado pescado al horno. Acuérdate de que mañana tenemos cena con Raquel y Fran. Pasado comemos con mis padres, pero antes tenemos que ir a por los pasteles. Graciela ha traído tu traje de la lavandería. Por cierto, hay que pagarle el mes. Luis asiente con la cabeza mientras mira los sobres de facturas que ha traído el correo del día. Vale, contesta.
La cena transcurre tranquila, como todo entre ellos, sostenida en un silencio perenne por parte de él, interrumpido por ella con pequeños comentarios sobre los amigos que comparten. Tienen dos bodas el próximo verano. Hay que regalarle algo a Regina por su embarazo, el cuco, una hamaquita, la silla para el coche, algo. Ninguno de los asuntos son traídos a la conversación por casualidad, el tiempo pasa y todos avanzan menos ellos dos. Pero Inés nota que Luis no la escucha. Vale, contesta. Ella le pregunta si está bien, si ha ocurrido algo. Pareces ausente. Y él responde a bocajarro si le gustaría tener un perrito.
Un perro para que lo cuide quién. Los perros necesitan atención, paseos. Tú estás todo el día en el despacho y yo en la clínica. Además, ensucian, lo dejan todo lleno de pelos, de babas, de tierra de los jardines que traen en las pezuñas, de insectos. No, la verdad es que no me hace ilusión tener un perro. ¿Te gusta el pescado? Ha quedado jugoso. La próxima vez lo bañaré en moscatel en lugar de vino blanco, a ver qué tal. Vale, contesta.
Sin saber por qué, el perro se entremete en el pensamiento de Luis durante todo el fin de semana. Disfruta de los amigos, de la familia, de la cena y de los pasteles. Disfruta del sexo con Inés, del despertar junto a Inés, de la ducha con Inés. Pero el perro vuelve a su cabeza tras cada cosa.
El lunes por la mañana, cuando llega al despacho, abre la agenda. Llama a todos los clientes con los que tiene reunión a lo largo de la semana a partir de las seis. Cancela los encuentros y los traslada a la semana siguiente a otras horas más tempranas. Busca en Google Maps una tienda donde pueda comprar pienso. Se plantea la posibilidad de llevarse el perro al despacho y que se quede allí. Tiene una estancia privada donde hay algunas cajas de documentos, un par de sillas plegables, una nevera pequeña y una mesita con un microondas. Podría ser suficiente. Una buena colchoneta, un comedero, un bebedero. Pasaría las noches solo, pero eso ya ocurre. Al menos allí tendría cobijo y cuidados. Al terminar la jornada, va a la tienda de mascotas localizada vía internet. Compra todo lo que cree oportuno. Paga con la tarjeta de la empresa.
Por la noche, Inés le saca el tema. Desde cuándo quieres tú un perro. No sé, pensé que un perrito nos haría compañía, tampoco es una idea tan horrenda, un perrito pequeñito, dice Luis, no daría mucho trabajo. No necesitamos la compañía de un perro. Él advierte como ella transforma el diminutivo cariñoso en un genérico frío. Perrito versus perro. Distancia. Aprovecha que Inés está en la ducha para coger su móvil. Le desconfigura la aplicación a través de la que puede ver la cámara de seguridad del despacho.
El martes Luis está de buen humor. También ansioso. Mira continuamente el reloj con la pesadumbre que supone tener la impresión de que el tiempo no avanza. En su hora de la comida, busca el número de teléfono de la estación de servicio donde vio al perrito. Hola, mire, estuve allí el viernes por la tarde, no sé si me atendió usted, saluda, quería saber si sigue por allí el perrito que vi… Sí, bueno, pasaré por la tarde a llevármelo, he decidido que me lo quedo… Fantástico… Pues luego nos vemos. Cuando corta la llamada, respira satisfecho. Siente la viveza de una nueva ilusión.
Recoge el perro a las seis y media. Se lo lleva a casa con la tranquilidad de saber que Inés no llegará hasta las ocho y cuarto. Lo mete directamente en la bañera, donde lo examina. El animal se deja, con sus ojos enormes fijos en él, ahora ya menos tristones, más felices. Con una paciencia metódica, Luis le quita varias garrapatas y bastantes pulgas. Controla la temperatura del agua antes de rociar sobre el perro el chorro de la alcachofa. Le pone el champú antiparasitario siguiendo escrupulosamente las instrucciones. Después del aclarado, lo envuelve en su toalla del gimnasio. Examina de nuevo al animal, que parece no tener más bichos encima. Lo seca y le pone una pipeta. Finalmente, le ajusta un collar de nailon alrededor del cuello. Te llamaré Lilo, ¿te parece bien? El perro le lame en la cara. Luis ríe, contento. Después deja el baño como estaba, por allí no ha pasado nadie. Guarda la toalla en su bolsa de deporte, coge al perro y regresa al despacho, donde deja a Lilo con su nueva colchoneta, un comedero con pienso y un recipiente con agua. De repente, es un perro no tan pequeño, lanudo, marrón y tiene los ojos limpios y llenos de vida. Le cuesta despedirse de él.
Llega a casa más tarde de lo normal. Inés le pregunta si ha pasado algo. Mucho trabajo, responde. Cenan en silencio. No seguirás dándole vueltas a lo del perro, pregunta ella. Sólo estoy cansado, responde él.
El miércoles Luis se encuentra el despacho con un par de orines y alguna que otra deposición. No ve a Lilo. Busca la fregona y una bolsa en el cuarto de la limpieza y recoge todos los restos. Lo llama, pero no acude. Con el ambientador del baño rocía todo el despacho. Abre la ventana de su habitáculo. Allí lo encuentra, encogido en un rincón, dándole el lomo. Se acerca a él en tono cariñoso, pero ve que el animal tiembla. Luis lo coge en brazos, lo acaricia, le habla suave, protector. Supongo que no esperabas que te llevara a casa y luego te dejara aquí, reconoce su culpa. Lo siento mucho, pero ella no te quiere.
A lo largo del día, Luis le hace carantoñas, le habla todo el tiempo. Lilo le saca toda su ternura. Cuando tiene reunión en el despacho, lo encierra en la estancia de las cajas y el microondas, donde tiene sus cosas. Cuando no, lo deja libre. Pero Lilo sólo quiere estar junto a él, acostado a sus pies o enroscado en su regazo. Luis siente una paz insólita, una felicidad distinta. Piensa que Lilo ha llegado a su vida como un regalo, como un modo de plenitud. Se pasa prácticamente todo el día sonriendo.
Inés, que lleva días preocupada por la actitud de Luis, se ve sorprendida esa noche. Hacen el amor como al principio, con fogosidad, con pasión. Cuando él se queda dormido, ella nota como todos sus fantasmas se disipan. Cae rendida sin un ápice de inquietud.
Pero los días pasan. Y cuando llega el fin de semana, Luis parece de mal humor. El sábado, a última hora de la tarde, le pone la excusa de que ha dejado algo olvidado en el despacho, y se arregla corriendo para irse. Inés le recuerda que han quedado para cenar con Pucho y Javi. Acudiré directo allí, le dice antes de salir. Inés se mosquea. Cuando oye el Cayenne arrancar, se mete deprisa en su Audi. No tarda en encontrarlo a lo lejos en la carretera que lleva a la autovía. Conduce con el ceño fruncido, la culpabilidad de la desconfianza y la sospecha de que algo extraño sucede.
Espera a que Luis salga del despacho, se meta en su coche y se vaya para entrar ella. Tiene copia de las llaves y la aplicación de la cámara de seguridad no le funciona, no sabe por qué. Una vez dentro, todo parece normal. Hasta que oye un bostezo gimoteante. Lo busca. Y como todo el que busca, lo encuentra.
Luis llega a la casa de Pucho y Javi convencido de que Inés ya estaría allí. No, tío, ha dicho que no se encontraba bien y que se quedaba en casa, le cuentan. Qué raro, piensa él. Pero si te quieres quedar tú igualmente, eres bienvenido, claro. No, mejor me voy. ¿Estáis bien? Sí, es que he salido antes para pasarme por el despacho a por una cosa y ella estaba perfecta. Bueno, igual es una bajada de tensión o algo así. Se despide de sus amigos. No lo sabe aún, pero le espera una bronca sideral.
Así que has reducido tu jornada y llegas más tarde a casa para estar con ese perro callejero que a saber cuántas enfermedades tendrá. Se llama Lilo y está perfectamente sano. ¿Le has puesto nombre? Sí, claro que le he puesto nombre, no lo voy a llamar Eh-tú. ¿Pero se puede saber qué te pasa? ¿Es que no estás bien conmigo? Por Dios, es un perrito, no una amante. ¡Sólo faltaría! ¿Se puede saber cuál es el problema de que tenga un perrito en el despacho? ¡Que no me lo has contado! ¡Porque tú no quieres saber nada de él! ¡Es que no necesito un perro en mi vida! ¡Y me toca las narices que tú sí lo necesites como si no tuvieras bastante! No lo entiendes, Inés, y no voy a discutir contigo por un perrito. Efectivamente, no lo entiendo ni lo entenderé nunca, y tu querido perro seguirá aquí en medio de los dos mientras continúe en tu despacho. No pienso deshacerme de él. Pues cojo mis cosas y me voy. ¿Lo estás diciendo en serio? Ya lo creo que lo estoy diciendo en serio.
El lunes Luis llama a todos sus clientes. Les dice que por fuerza mayor ese día estará cerrado. Cuando termina todas las llamadas, se descalza, se quita la corbata y se acuesta junto a la colchoneta donde Lilo descansa. El animal, al verlo allí, se tumba a su lado, le lame la cara, le pone las patitas en el pecho. Luis llora como un niño. Le dice que lo siente. Le dice que no puede hacer otra cosa, que son muchos años con ella, que le pidió matrimonio. Le cuenta que han pasado por muchas cosas juntos, que no todas fueron buenas y aun así las superaron. Le explica que todo es así de complicado algunas veces. Lilo lo mira y gime, como si entendiera lo que escucha, entendiendo lo que ve.
Aquella tarde, el responsable de la gasolinera no da crédito. Ante él, un hombre adulto, trajeado, de buena posición, le explica entre lágrimas que no puede hacerse cargo del animal, pero que le ha comprado todo aquello. Le pide que lo cuide. Prométamelo, prométamelo. Luego se va. El perro sale corriendo tras él, pero no llega a tiempo de colarse por la puerta abierta del coche. Salta hasta el cristal de la ventanilla, pero Luis no lo mira. Ojos que no ven… Arranca y se marcha. El perro lo sigue, pero para enseguida. Cuando Luis llega a casa, Inés sabe que ya lo ha hecho.
Semanas después, un viernes por la tarde, ella espera en su Audi, aparcada cerca del despacho de él. Lo ve salir en el Cayenne y lo sigue. En teoría, debería ir al gimnasio, piensa. Pero no es así. Luis conduce hasta la estación de servicio donde conoció a Lilo. Inés frena a suficiente distancia de verlo todo sin ser descubierta. Luis lleva un saco de pienso al interior de la tienda de la gasolinera. Allí parece darle un sobre al responsable. Debe de estar pagándole la manutención del perro, piensa, no me lo puedo creer. Al rato, Luis sale con el perro, sujeto por una correa. Lo acaricia efusivo, cariñoso. Se acercan a un descampado próximo a la estación y lo suelta. Juega con él. Parece un crío feliz, es otro Luis distinto al que ella conoce. Es un Luis libre. Inés llora.
Esa noche ella se da cuenta de que cada vez que él pasa tiempo con el perro es cuando mejor sexo tienen. Es como si él esperara toda la semana a que llegara el viernes para jugar con el animal hasta sentirse tan feliz como para poder compartirlo con ella. Inés no puede con esa situación. Así que se lo dice. Le dice que sabe que va a verlo, que no se ha deshecho del todo de él, que siente que le está traicionando con sus mentiras o con sus verdades ocultas. Luis se frustra. Se levanta de la cama y se viste. No voy a discutir contigo por Lilo, repite. Pues no lo hagas. Simplemente, no me mientas más.
Luis se va. Todavía no ha amanecido. Arranca el Cayenne y se va a la estación de servicio con un ojo puesto en el retrovisor, esperando que no le siga ella. Cuando llega, el hombre le recibe. Ha llegado a conocer sus turnos, sabe cuándo estará y cuándo no. Vienes prontísimo, lo saluda. Mire, mi novia me vigila, vigila a Lilo y probablemente lo vigile a usted también, le cuenta, en fin, no quiere que yo tenga trato alguno aquí, así que vamos a hacer una cosa: deme su número de cuenta y le haré una transferencia todas las semanas para los gastos de Lilo, vendré cuando me vea libre y sepa que mi novia no tiene sus ojos puestos en mi nuca, le explica. El hombre se rasca la barriga con un aire entre curioso y perplejo. Oye, joven, contesta, que igual me meto donde no me llaman, pero yo, toda esta situación, muy normal no la veo, dice, total, por un chucho, remata. No es un chucho, es un perrito con el que me entiendo y que me saca de mi rutina y con el que me siento… Oye, joven, le interrumpe otra vez el hombre, si el problema para ti no es el perro, tal vez lo sea tu vida. Luis se queda petrificado. Le ha dado justo donde más duele. Lo sé, reconoce, pero no puedo perder mi vida, por eso no elijo al perro. El hombre levanta los hombros y empieza a decirle su número de cuenta. ¿No quieres verlo una última vez? Mejor no.
Pasan dos horas. Dos horas sentado en el coche llorando, sonándose la nariz, arrancando, parando el motor, llorando y vuelta a empezar. Hace ya rato que el sol ha salido. Luis ve a lo lejos al hombre de la gasolinera que sale con Lilo a pasear por el descampado. Estará bien, se dice. Es un perro fuerte, se dice. Asiente con la cabeza, convenciéndose. Vuelve a poner el coche en marcha, se aferra al volante con las uñas, aprieta los dientes para tragarse el último llanto y pisa el acelerador. Llega tarde al desayuno con Inés.
© Vicente Ruiz, 2023