Yo soy ella. Soy el recuerdo. Su recuerdo. Soy quien se apoderaba de su mente. Justo después de todo. Justo después del adiós. Me apoderaba de su mente porque antes hacía lo mismo con su tiempo. Con su espacio. Con su voz. Con sus ojos. Todo lo llenaba. Era omnipresente. Ahora soy omniausente. Ahora soy pausa eterna. No soy espacio, soy vacío. Y silencio. Y dejé de ser luz para ser sombra. Soy la nada.
Las ausencias asaltan a la cabeza como un grupo revolucionario en un palacio. Se resisten a dejar de ser y de estar, aunque lo hagan a modo de fantasmas errantes, vigilantes, acechantes. Son un no-ser siendo, un no-estar estando, que para quien es y está se vuelve denso, espeso, pegajoso, pesado, glutinoso, como una manta empapada en alquitrán y echada por encima. Mientras la traición del subconsciente continúa, porque el poder se lo otorga quien se queda, anclado en la tercera persona del singular perenne, perpetua, a quien ya ni es ni está, el ausente se hace presente sin remedio.
Ausencia. Del latín abesse. Ab-esse. Ser o estar separados, lejos. Lejos en distancias que no se cuentan por kilómetros. Da igual si muertos o vivos, quienes se van permanecen si quien se queda lo desea. El dolor, el desconsuelo, el día a día de lucha contra la preposición «sin» mantiene presente al ausente. Hasta que tiempo y razón hacen equipo y se mira hacia el presente en convivencia con la preposición «con». Uno mismo, primero de todo. Después el resto de las cosas: los amaneceres, la rutina, las inquietudes, los paseos. Un día a día reconstruido sobre el presente, no sobre el ausente, el presente que es uno mismo y todo lo que le rodea.
Rellenar los huecos, realimentarse, resolverse los problemas, despejarse las incógnitas, rescatarse la presencia propia en la vida. Así los ausentes se esfuman a donde pertenecen, que no es el presente de indicativo, sino un pretérito donde se va libre y voluntariamente y sólo si es para aprender, para crecer, para nutrirse de algo que sirva en este aquí y ahora de quien se quedó, es y está.
Él es yo. Es el pensamiento. Es quien me evoca. Me recrea. Alimenta mi existencia. Justo después de todo. Justo después del adiós. Yo seguía siendo. En su tiempo. En su espacio. En su voz, hablando de mí, pronunciando mi nombre. Yo era imagen en su mente. Mis ojos. Mi sonrisa. Todo nos llenaba. Me hizo omnipresente. Luego cesó. Dejó de verme. De sentirme. De escucharme. De nombrarme. Y me hizo desaparecer. Ya no estoy. Ni soy. Soy nadie.
—
Se me ha ocurrido iniciar aquí una serie de textos inspirados en las Punzadas Sonoras de Paula Ducay e Inés G. Hernáez, dos filósofas jovencísimas y encantadoras que llevan adelante una newsletter y un podcast que os recomiendo muchísimo. Mi gratitud hacia ellas por enseñarme tantas cosas y hacer que quiera leer tantos libros nuevos. Espero que les guste la idea.
© Vicente Ruiz, 2022
Un escrito que, en su indefinición, en su generalidad de pronombres sin mayúsculas, describe con el mayor detalle la situación individual y concreta que me ha tocado vivir. Eso debe ser el arte.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Si eres carne de podcast, te recomiendo el enlazado al final del texto. Gracias por todo lo demás.
Me gustaMe gusta