Relatos

Alfredo y Ángela

Tiene las manos llenas de callos. Las palmas son anchas, los dedos robustos, las uñas duras como valvas de molusco. La piel ya manchada y rugosa. En su mano izquierda luce la alianza de matrimonio, que le ha menguado, y sostiene con fuerza el bastón. En la derecha, un puro a medio consumir hace equilibrios entre los dedos. Alfredo fuma desde antes de cambiarle la voz.

Todas las mañanas sale a pasear temprano. Se acerca al horno, a comprar una barra de pan; luego, si toca, a la farmacia, a sacarse los medicamentos de la hoja de crónicos; después, pasea por el barrio. Nunca sale de estas tres manzanas contiguas donde ha pasado toda su vida adulta. Se deja caer por el mercado y recorre los puestos como si aún estuviese buscando a su mujer, fallecida años atrás. A veces compra algo. Dos plátanos, media docena de huevos, una bolsita de garbanzos.

Alfredo arrastra los pies, calzados con unas zapatillas de tipo mocasín que se le están agujereando por las puntas. Arrastra los pies, que se mira al caminar, como si toda su concentración estuviese en dar ahora un paso, luego otro. Probablemente toda su concentración está en dar ahora un paso, luego otro. Si lo ves venir de frente, es imposible verle la cara. La cara apunta al suelo y se la tapa la visera de la boina.

Se diría que Alfredo ya no busca ninguna mirada, pero no es verdad. Después de recorrer los vericuetos de las calles del barrio, sobre las doce del mediodía, se acerca al patio que hay junto a la carnicería. Allí hay un banquito. Y en el banquito está Ángela.

Ángela tiene los ojos negros, achinados, dulces y risueños. Su cromosoma de más le confiere un aire de inocencia infantil, aunque ya no sea ninguna niña. Todas las mañanas, sale con su madre a hacer la compra del día. Pero cuando llega a la carnicería está tan cansada de la ronda, que le dice: «Yo te espero aquí, al sol». Y sentada allí, al sol, saluda a todo el mundo que pasa.

Alfredo entra en la carnicería primero, a saludar a su madre y a decirle que le va a hacer compañía a su hija un ratito. Entonces, sale y se sienta con ella. «¡Buenos días, don Alfredo!», sonríe Ángela. «Te he dicho muchas veces que me quites el don», le responde él, cariñoso y paternal. «Es que, como eres muy mayor…», le suelta, provocando la risa del hombre.

La madre de Ángela aprovecha que su hija está bien acompañada para terminar la compra en otros negocios de la misma calle. Así que todas las mañanas, Alfredo y Ángela se pasan media hora juntos, hablando de sus vidas, de la vida y hasta de lo que habrá cuando no haya vida. Porque Ángela piensa en todo eso y ha llegado a sus conclusiones, que comparte con Alfredo. Y Alfredo la escucha atentamente y se lamenta de que no haya más Ángelas en el mundo. «¿Tú sabes por qué te llamas Ángela? Porque eres un ángel», le dice Alfredo. «¡Qué va! ¡Si yo soy una persona! Pero soy un poco diferente», responde ella.

Una mañana, Alfredo realiza la misma rutina de siempre. Sale a la calle, se fuma el puro, se acerca al horno, acude a la farmacia, pasea por el barrio, busca al fantasma de su mujer por el mercado y luego va directo al banquito de la carnicería. Pero Ángela no está.

Alfredo se asoma a la carnicería para ver si está su madre, pero su madre tampoco está. La carnicera le dice que hoy no han ido, pero que no se preocupe, porque el día anterior se llevó mucha carne y seguramente no necesita volver hasta mañana o al otro. Alfredo agradece a la carnicera la información y se marcha hacia el banquito, donde se sienta. Se le ha mudado la expresión, se le ha desinflado el pecho, se le han caído los hombros, los párpados, la visera de la boina. Se le ha hundido el corazón.

Cuando ya se siente precipitándose en el vacío que le ha dejado la muchacha, triste y sin ilusión, oye a lo lejos: «¡Don Alfredo!». El aludido busca con la mirada en la calle, a uno y otro lado, pero no ve a nadie dirigirse a él. «¡Aquí, atrás y arriba, don Alfredo!», vuelve a gritar la misma voz. Él se gira y mira hacia arriba. La madre de Ángela le saluda desde un balcón del tercer piso. «¿Quiere venir a comer? A Ángela y a mí nos gustaría mucho».

Y así fue como Alfredo volvió a la vida, a su vida y a no preocuparse más por lo que habrá cuando no haya vida.

© Vicente Ruiz, 2019

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1 comentario en “Alfredo y Ángela”

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