«Este desasosiego, esta desazón, esta inquietud, esta ansiedad que me asalta a traición, por la espalda, cuando menos lo espero, cuando justo un segundo antes mi mente tenía paz, y mi corazón serenidad en el ritmo, y mis músculos habían olvidado qué era la tensión; esta quemazón, este sinsabor, este alboroto interno que me tiene vuelta del revés, como un calcetín, y enrevesadamente revuelta, como muchos calcetines en el tambor de la lavadora, centrifugada, pero sin aclarar; esto, esto que siento, ¿cómo me lo quito de encima?».
Releyó la hoja de papel pautado, arrancada de una libreta escolar, a juzgar por la serie de agujeritos rotos que aparecía en el margen; manuscrita con un bolígrafo azul convencional, de esos que escriben fino o normal, dependiendo del color del barril. La caligrafía era desigual, despreocupada por la estética del texto; y éste presentaba tachones y palabras entre las líneas corrigiendo lo emborronado, como si fuesen puntos de sutura sobre un corte hecho sin querer, por esa extraña costumbre, en la que a veces caemos, de trajinar con una cosa y estar pensando en otra.
—Tienes diecisiete años… ¿Quién te ha enseñado a escribir así? —preguntó a la vez que fruncía el ceño y se rascaba la barba.
Ella se encogió de hombros. Tenía la mirada caída, aunque no sabía bien si era porque la hubiese estampado contra el suelo, víctima, como pasa con muchos adolescentes, de la furia que sienten al verse incomprendidos, no escuchados, infravalorados. Comprendió que se había equivocado de pleno. Y que la conocía menos de lo que pensaba. Tenía la mirada caída porque se le había resbalado entre los dedos de la amargura.
—Leo mucho —respondió. —Nada más.
Le devolvió la hoja de papel. La miró con una expresión tranquila. No le sonreía, pero tampoco le juzgaba, sólo se limitó a buscarle el fondo de sus ojos. Ella le aguantó la mirada unos segundos, pero luego buscó el azul del cielo a través de la ventana, las ramas de los árboles, el humo de los coches y las nubes aborregadas. De pronto, él sacó de su mochila una bolsita con cinco sugus, cada uno con un color de envoltorio distinto. Los colocó frente a la chica.
—Sin pensar en nada especial, dime: ¿cuál te gusta más?
La chica eligió el de color rojo. Él lo devolvió a la bolsa.
—¿Y ahora?
La chica eligió el naranja. Él hizo lo mismo que con el rojo.
—¿Y ahora?
La chica eligió el amarillo, que también fue a parar a la bolsa.
—¿Y ahora?
El rosa desapareció junto con los sugus anteriores y quedó encima de la mesa el azul.
—¿Por qué éste es el que menos te gusta? —preguntó él.
(Segunda parte, aquí).
© Vicente Ruiz, 2018
Yo creo que a la chica le gustan las cosas sencillas, directas, que no necesitan explicación. Y eso es lo que le falla al sugus de piña. Ella sabe que las piñas no son azules
Pero a lo mejor eso es un problema a la hora de leer y escribir. Es el pacto de ficción, en el que aceptamos que en la obra hay otras realidades a la vemos en el día a día. ¿Por qué no aceptar un mundo en el que las piñas son azules? A fin de cuentas, hemos vivido desde críos con ellas.
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Sabrás de qué realidad se trata el miércoles próximo. Gracias por comentar 🙂
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