Objetivamente, no era guapo. Tenía la cara larguirucha, lechosa y cubierta de pecas. Sus ojos eran de esos que tienen la pupila muy dilatada y el iris, verde pardo, muy fino. Era como las espigas del trigo: rubio, alto y delgado. Objetivamente, no era guapo, pero, como decía mi madre, era salao. Porque quién quiere un guapo, si el guapo no es risueño, ni se empeña en hacerte reír. Quien te saca la sonrisa, ya es guapo, aunque no lo sea. Así que, subjetivamente, era lo más bonito del mundo entero.
Crecimos juntos, jugamos juntos, correcorrequetepillamos juntos, merendamos juntos. Y cuando estábamos juntos, no existía nada más en el universo, sólo ese espacio-tiempo que compartíamos juntos. Le gustaba contarme chistes, me defendía ante los demás, siempre se sentaba a mi lado, me provocaba para picarme y entrar en un bucle infinito de bromas mutuas. Y todo lo hacía sonriéndome hasta que se le achinaban los ojos.
Éramos sólo unos chiquillos, demasiado inocentes para ir más allá, demasiado especiales para conformarnos tan sólo con pertenecer a la misma pandilla. En nuestra burbuja sólo cabíamos nosotros dos.
Pero nos hicimos mayores y durante unos años nos perdimos la pista. Era la época del teléfono fijo y la carta. Internet era la gran desconocida y los escasos móviles que pululaban por aquel entonces, modelo ladrillo, sólo se veían en el mundillo empresarial. Era muy fácil perder el contacto: los cambios de centro de estudios, de residencia, de compromisos extraescolares… Cualquier cosa lo hacía posible.
Al cabo de los años, el destino nos unió de nuevo. Yo caminaba por la calle, como siempre, con la cabeza gacha y la mirada perdida en el suelo. De repente, vi dos pies que venían a encontrarse con los míos y sentí un dedo índice levantarme la barbilla hasta verme reflejada en el cristal de sus gafas. Era él, mi guapo hecho un hombretón, más alto que yo, con menos pelo en las entradas, la voz grave y pelos en las patillas y en el mentón. «La cabeza alta, que la gente pueda ver esos ojos», me dijo. Puse cara de tonta y le sonreí como una niña delante de un pastel de chocolate. Estuvimos contándonos la vida, brevemente, porque ambos teníamos prisa. Quedamos en vernos pronto. Rondábamos la veintena.
Los días siguientes lo tuve en mente a todas horas. Pensaba en él y me montaba películas de lo que pasaría cuando volviésemos a vernos. Todas, comedias románticas con final feliz, claro está. Jamás pensé que aquel tropiezo fuese la última vez que me sonreiría.
Una tarde de mayo, el autobús, por cuyo ventanal contemplaba pasar la ciudad ante mí, paró en un semáforo en rojo de la Gran Vía. Mi mirada se posó, sin querer, en una pareja de jóvenes sentada en un banco del parterre central. Él había pasado su brazo sobre los hombros de ella. Ella le acariciaba el cuello y la nuca. Ambos se besaban, a la caída del sol, sin importarles quién pudiese estar viéndolos. Antes de que el autobús volviese a arrancar, se separaron y se sonrieron, embelesados el uno con el otro. Y entonces él se giró. Reconocí los ojos achinados tras las gafas, la curva de la comisura de sus labios finos, el rostro alargado, la barba creciente y la frente despejada.
Él no me vio a mí. Por suerte. Una nunca quiere que le vean partirse en dos.
© Vicente Ruiz, 2018
Me gusta como cuento, como semilla de guion, como inicio de película, como trama para un flash back, como anécdota sobre la inocencia de la juventud, como trauma psicoanalizable…. como todo, excepto como final.
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